En 924 Gilman St.

Viernes 31/05/2019 – Berkeley. En el año 2019, hice mi primer viaje. Lejos de casa y sin compañía. Fue un viaje dedicado 100% a la música. Quería conocer las calles y los lugares donde nacieron las bandas que me formaron musicalmente. El destino fue el gran estado de California donde visité Los Ángeles, San Francisco, Santa Bárbara, Berkeley, Oakland, entre otras. En el camino me desvié a Las Vegas, donde cubrí el festival Punk Rock Bowling.

El gran hito de este viaje fue conocer al Gilman.

La Alternative Music Foundation, mejor conocido como The Gilman, ubicado en el número 924 de la calle Gilman Street de Berkeley es un club de música autogestionado que nació en 1984. 

Es un club sin fines de lucro, para todas las edades, libre de alcohol y drogas, fue cuna de la escena punk de la costa de San Francisco y alrededores. Por su escenario pasaron bandas como Operation Ivy, Green Day, Rancid, Bad Religion, Pansy Division, NOFX, The Offspring, y una gran lista de graduados en su escenario. Personalmente me atrae mucho la historia de este emblemático lugar por mi gran fanatismo a Green Day y el punk rock que nació en esa zona. Soñaba con ir a Gilman Street desde mis 14 años. 

El viaje al Gilman empezó una noche en Pando, cuando decidí comprarme una entrada para un festival hardcore que sucedería el 31 de mayo del 2019. El colectivo Zest Bay hacía un festival con más de 10 bandas de distintos lugares del mundo que tenía como banda de cabecera a los alemanes Yacopsae y ACxDC de Los Ángeles. La elección del día fue la primera casualidad. 

Llegué al 31 de mayo ya con dos semanas de viaje y muchas historias arriba. Pero aún faltaban más. Mi objetivo ese día era cumplir ese sueño de los 14 años, pero no sabía lo que me esperaba.

Empecé con una mañana accidentada por culpa de un room mate del hostel y sus vómitos alcohólicos. “Hey man, stop puking or leave the room”. Eso retrasó mi plan, salí un poco más tarde de lo que tenía pensado. Segunda casualidad.

Llegué a Oakland y caminé por calles por las cuales Internet no recomendaba caminar. Por San Pablo avenue vi muchos homeless y muchos grupos de voluntarios haciendo ollas populares. En un momento tenía que adentrarme en un suburbio, y realmente sentí miedo. No me hice el campeón, estaba solo, en un barrio no muy amigable, sin dominar el idioma, así que recurrí a usar la carta de Uber. Bueno, me restó puntos de punkrocker, perdón.

Almorcé en Rudy Can’t Fail (restaurant de Mike Dirnt) mientras sonaban The Specials. Justamente pedí uno de sus Specials, macarrones with chorizo, y seguí mi camino a 1234 Go Records, tienda de vinilos especializada en música punk. Estuve hora y media fácil. Me llevé unos singles de Riverdales, The Queers, Foxboro Hot Tubs y Blondie.

Y acá una de las más grandes sorpresas de este viaje y de mi vida. La tercera gran casualidad. Esta es la secuencia: salgo de la tienda, me siento en un banquito, mando fotos de los singles al grupo de WhatsApp de Los Lunes, miro para adelante y estaba cruzando la calle el mismísimo Billie Joe Armstrong. 

No me voy a detener en detalles, podría hablar horas de este momento. Me puse nervioso, me pare, lo salude, preguntó sobre mi, le conté, nos abrazamos, sacamos fotos y le dije todo lo que aquel Rodrigo desde sus 14 años tenía ganas de decirle. Habrán sido unos 10 minutos, pero realmente para mi se congeló el tiempo.

Quedé en un ruido. Ese día mi objetivo era conocer el lugar donde se había gestado toda la escena de música que me formó, y antes de llegar había conocido a uno de sus principales protagonistas. Habré estado unos 30 minutos caminando de arriba a abajo en la misma cuadra, contando lo que me había pasado a mis amigos y familia. Hasta que en un momento encaré y seguí mi camino al Gilman en un estado muy eufórico. 

Llegué al 924 de la calle Gilman. En la esquina, tal como había visto en fotos, estaba El Gilman con su fachada de ladrillos y ventanas rectangulares. Eran las 17h y ya había mucha gente, de distintas edades y de distintas tribus. Desde punks con cresta y chaleco de jean lleno de parches y tachas, a padres con hijos a caballito. Y también padres punks con cresta e hijos punks a caballitos, obvio. 

Me sentí raro, tenía un sentimiento de pertenencia con el lugar, y al mismo tiempo, espectador de algo que estaba sucediendo. 

No sabía por dónde empezar para disfrutar ese momento al máximo. Empecé por afuera. 

En la calle lateral al Gilman, había una feria de discos y fanzines. Podías encontrar mesas de las bandas que tocaban y también de distros, sellos y distintos colectivos. Hice la gran “i’m just looking” – ¿se dirá así? – y recorrí todos los puestos. Había una puerta de emergencia que daba a esa calle, y era el sector fumadores. 

Al entrar al Gilman lo primero que ves es un cartel con las reglas del club, pintado con stencil: “No alcohol, no drugs, no violence, no stagediving, no dogs, no fucked-up behavior, no racism, no misogyny / sexism, no homophobia, no transphobia”.

Todos los asistentes deben ser miembros del club. Para eso se cobra una membresía de 2 dólares al mes, ese dinero lo usan para mantener el club. Me hice miembro y mostré mi entrada. No había necesidad de seguridad ni controles.

Dentro del Gilman lo primero que llama la atención es el tamaño. Es un gran galpón, con techo alto. Entraba un haz de luz desde una especie de claraboya que dejaba ver el polvo que había dentro. Las paredes están llenas de grafitis. Estuve un rato leyendolos. Encontré sobre una viga un graffiti de Sweet Children aún en perfecto estado. 

Si bien solo hay un escenario, para esta ocasión había dos. El principal y otro improvisado a nivel de piso. Esto permitía una dinámica muy buena en el festival, terminaba una banda y empezaba la otra. No recuerdo el nombre de la banda que estaba tocando. Era una banda grindcore liderada por una chica. El pogo era agresivo pero respetuoso al mismo tiempo. Yo estaba con mi cámara tratando de captar todo lo que me llamaba la atención. Y al mismo tiempo seguía sin poder creer que estaba ahí dentro. 

Recorrí los baños, que eran unisex. Siempre hay que recorrer los baños. Sus paredes deben guardar tantos secretos e historias. Obviamente no esperaba que estuviera limpio. 

Había una especie de “cantina”. No era una barra. Era una habitación independiente donde podías comprar comida vegana, agua, refrescos y merchandising. Me compré una remera.

Deje para el final el escenario principal. Estaba tocando una banda hardcore que mezclaba mucho noise. Uno de sus integrantes generaba ruidos con pedales y sintes. Me meti en el pogo, para lograr llegar hasta adelante. Es un escenario bajo, sin vallas, los músicos están prácticamente al mismo nivel que el público.

Toque el escenario. No podía creer estar en el mismo lugar donde había tocado Operation Ivy, Sweet Children / Green Day, y tantas bandas más. Por un lado miraba a la banda y sacaba fotos. Por otro lado miraba desde el escenario hacia el público, pensando en todos los músicos que habían estado ahí parados.

No pude vivirlo como un show más. Fue cómo una visita a un museo. Cada rincón, cada persona, cada grafiti, todo lo analizaba en mi cabeza. Pensaba en cuánto me gustaría que un lugar así exista en Uruguay. No me quería ir, quería pedir una fecha para tocar con mi banda. 

Di una recorrida más por todo el lugar y me fui. No terminé de ver el festival, hoy me arrepiento un poco, pero sé que en ese momento sentía que por ese día ya estaba, había cumplido y estaba muy satisfecho.